Llega un momento, para terror de algunos padres y madres, en el que se
hace necesaria una conversación tranquila y sosegada con el hijo o la hija
adolescente. No es un plato de gusto para nadie, porque resulta más cómodo
callarse, disimular, olvidar, "mirar para otro lado"... que pasar el
mal trago de hablarles claro.
Pero como afirma Alejandra Vallejo-Nágera, "más dolor ocasiona un
padre blando, inconstante, que no sirve de guía. Me refiero a ese tipo que
enseguida se rinde porque educar bien resulta cansado".
Durante la adolescencia van a prodigarse las situaciones que requieren
con urgencia una conversación seria.
El hijo que hace "novillos" (se ausenta) en el colegio, la
hija que con sólo catorce años "sale" con el primer muchacho
insustancial que se lo ha pedido, la hija que hace de la contestación insolente
un hábito... Y en estos momentos pueden entrarnos dos tipos distintos de miedos
razonables e igualmente desastrosos: -"No es para tanto; pobre hijo".
Por un paternalismo mal entendido podemos creer que nuestra tarea
consiste en evitar contrariedades a nuestro hijo. Pero de lo que se trata es de
educarlo como una persona libre y responsable. -"Si le echo un sermón,
perderé su confianza". Y sin embargo, necesitan y esperan nuestra autoridad.
El primer paso, de todas maneras, consiste en informarse bien de lo que
ha sucedido. Sin exageraciones, pero sin ingenuidades, hemos de conocer los
detalles antes de hablar con nuestro hijo. Son los amos de las excusas, de las
coartadas y de las interpretaciones, y tienen una capacidad infinita para la
autojustificación. Sólo si estamos bien informados podremos discernir.
Los padres sagaces han de tener, desde el principio, un mínimo plan de
acción. Este sería el segundo paso o criterio clave. Por eso, hay que hablar
mucho entre el matrimonio, especialmente si se trata de un tema importante.
Hay que estudiar bien el caso para no dejarse llevar por la
improvisación. Saber lo que queremos decir al hijo y no lo que inspire nuestro
estado de ánimo en ese momento. Y algo muy importante: tener visión de largo
plazo, sabiendo que a veces las guerras no se ganan en una sola batalla y que
la victoria definitiva requiere paciencia y sembrar mucho antes de recoger la
cosecha.
Hemos de ser prevenidos porque hablar con un adolescente es lo más
parecido a una montaña rusa: vamos de aquí para allá y, a aveces, es difícil
incluso evitar la discusión.
El tercer paso, saber escuchar. Efectivamente, escuchar con eficacia es
todo un arte que pocas personas saben llevar a la práctica. La mayoría de los
padres queremos mitigar los golpes que la vida puede causar a los hijos. Nos
hacemos cargo de los problemas que atañen al adolescente, intentamos ayudarle.
Adelantándonos a cualquier desenlace fatal, hablamos, advertimos, damos
consejos, prohibimos, juzgamos... pero solemos tener poca paciencia para
escucharlos.
No nos damos cuenta de que igual de importancia tiene en estas
conversaciones el saber qué decir, como el escuchar, dejar hablar a nuestro
hijo, que explique sus opiniones y puntos de vista. Al hablar con alguien, el
adolescente necesita oírse a sí mismo hablando en voz alta. El objetivo
consiste en ayudarle para que exprese su frustración, angustia o miedo. Y para
eso, hay que evitar las interrupciones con comentarios, consejos o preguntas.
En todo caso, puede ser útil proponerse, dentro de ciertos límites, no
tomarse las cosas como algo personal, cultivar una cierta perspectiva un tanto
distante y permanecer tan sereno e impertérrito como sea posible. También puede
ser útil "oír con los ojos". En ocasiones nuestro hijo no expresa con
palabras lo que siente. La expresión de su cara, la mirada, el gesto de los
brazos, la postura, el tono de voz. El cuerpo no miente.
Cuando observemos un mensaje contradictorio entre gestos y palabras,
hay que creer sólo lo que dice el cuerpo. Y es que estas conversaciones
requieren por nuestra parte que nos arriesguemos a oír de todo. Una confesión
puede ser un duro golpe: ¿estamos dispuestos a oír de todo?. Por eso, conviene
tener previsto qué hacer después. Pensemos que entonces es cuando se nos va a
presentar la mejor oportunidad para ayudar a nuestro hijo,pues cuando se atreve
a expresar su preocupación es porque ha jugado con fuego pero no aguanta el
calor.
Hay que ser hábil para que la comunicación fluida no decaiga, por miedo
nuestro o por vergüenza suya, pero al mismo tiempo, los padres debemos saber
orientar,proporcionar claves. Si se trata de un mensaje de los que nos dejan
envueltos en un sudor frío, lo primordial es conservar la calma. Hacerlo
resulta muy difícil, pero enormemente útil. Sólo la calma permite encontrar la
respuesta más adecuada.
Tomado, en versión libre, del artículo de "De 13 a 16.
Conversaciones a fondo. De hombre a hombre y de mujer a mujer", publicado
en Hacer Familia nº 64, junio 1999.
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